José Carlos Mariátegui por María Wiesse.
Empresa Editora Amauta, 1971.

José Carlos, niño
Periodista a los 17 años
Primeras Inquietudes
Años en Europa
Reencuentro con la tierra natal
El agua lustral
VII.-
"Amauta"
"Labor"
La Escena Contemporánea y 7 Ensayos de Interpretación de la realidad peruana
La Sinfonía Inconclusa
Un hombre con una filiación y una fe
Curva de una vida
VII.- "Amauta"
LA casa de la calle Washington, signada con el número 544, era espaciosa y clara. El sol entraba a raudales en el patio interior, donde jugaban los chiquillos y Mariátegui acostumbraba pasar, unos momentos, recibiendo la tibia claridad del mediodía.
En la habitación con ventanas a la calle —una calle sin bullicio que distaba pocos metros de un parque— había grandes anaqueles repletos de libros —libros reveladores del gusto severo y muy moderno de su propietario—, un diván cubierto de un tapiz rojo, sillones muy acogedores, en los muros cuadros y grabados de artistas contemporáneos y, en un ángulo, una mesa con muchos papeles y revistas.
Mariátegui trabajaba en esa habitación. Era un trabajador metódico, disciplinado, con sistema, que nada dejaba a la improvisación. Estudiaba con fervoroso ahínco y día a día, se intensificaban su inquietud intelectual y su ansia de conocimiento.
Diariamente acudían a visitarlo poetas y artistas, escritores, estudiantes, obreros, deseosos de escuchar su palabra y recoger su pensamiento.
En su sillón de ruedas, trajeado con sencillez y pulcritud —un sweater sobre la camisa blanca, una corbata de nudo un poco bohemio, pantalón gris, el mechón negro caído sobre la frente— el escritor conversaba animadamente con sus visitantes, que comenzaban a llegar después de las cinco de la tarde.
Allí estaban, rodeando a Mariátegui, Eguren, Hugo Pesce, José Sabogal, Eugenio Garro, Posada, Julio del Prado, Ernesto Reyna, Martín Adán, Navarro; a veces entraba, por unos instantes, Anita que con su acento italiano, tan musical, decía dos o tres frases y se iba. Le reclamaban los chiquillos y las atenciones hogareñas.
Hacendosa, diligente, Anita había hecho del hogar de su compañero un rincón amable, cálido, muy bien organizado. Gracias a Anita, nunca se sintió en la casa de Mariátegui la congoja de aquellos hogares privados de lo más elemental. Ella —con habilidad milagrosa— multiplicaba los escasos recursos de la familia.
En el patio de la casa. José Carlos y Anna. Foto tomada por Malanca a fines de noviembre de 1929.

Mundial, semanario dirigido por Andrés A. Aramburú, periodista adicto al régimen leguiísta, pero hombre muy inteligente, había solicitado, como Variedades, la colaboración de Mariátegui. Lo dejaba en libertad para exponer sus ideas. Mariátegui tenía otra tribuna —curioso fenómeno éste: las revistas burguesas solicitando artículos del escritor marxista— dónde irradiar su mensaje. Pero él soñaba —sueño también de sus primeros años de escritor— con publicar una revista suya; una revista que fuera expresión cabal del pensamiento socialista en el Perú.
Allí, en su sillón, fue planeando y trazando el programa de aquella revista —sueño acariciado por mucho tiempo y cuya realización se acercaba, merced a su fervor tenaz e inteligente. El nombre de esa revista había de ser Amauta. Mariátegui había pensado llamarla "Claridad" o "Vanguardia". Pero por sugerencia y consejo del pintor José Sabogal, le dio el nombre peruanísimo de Amauta. Amauta, el sabio, el maestro, el gran sacerdote del antiguo Perú.
Mas ¿cómo publicar sin dinero un mensuario de cuarenta y tantas páginas y numerosas ilustraciones? Existía, es cierto, la imprenta de su hermano, Julio César, que otorgaba muchas facilidades, pero había que pagar el jornal de los obreros, el papel, los materiales para la confección de la revista. Mariátegui, sin vacilar, se lanzó a la arriesgada empresa. Podía endeudarse, contraer compromisos difíciles —por no decir imposibles— de cumplir, pero Amauta había de salir.
Periodista —para quien el oficio no guarda secretos— se pone, en su escritorio, a delinear la pauta de la revista. Hace presupuestos. Solicita colaboraciones. En la mesa se amontonan papeles y cuartillas. Llegan artículos, poemas, ensayos, dibujos, notas gráficas. Y en la Imprenta "Minerva" los obreros comienzan a "parar" el material.

Las manos del escritor estrujan las pruebas olientes a tinta. El lápiz —en esas manos nerviosas y largas— corrige textos, rectifica la composición de los pliegos, que un muchacho trae a la calle Washington. (También, como ese muchacho, Mariátegui, a los catorce años, llevaba y traía pruebas de imprenta).
Cerca de Mariátegui están unos amigos que lo ayudan en su tarea y comentan, con él, la revista en formación. Se oye, a veces, mientras trabajan, las voces de los chiquillos que retozan, adentro, en el patio. Y algún visitante que llega, pregunta: «¿Cómo va la revista? ¿Cuándo sale?».
En un día del mes de setiembre de 1926 sale el primer número de Amauta. Ostenta, en su carátula, la soberbia cabeza de un indio dibujada por Sabogal: es el sabio, el maestro del Tahuantinsuyo. En el editorial o presentación de este primer número, define claramente Mariátegui la orientación de la revista. Transcribo, en su integridad, esta presentación, porque hace conocer los propósitos y el espíritu que animarán Amauta.

Presentación de "Amauta"

«Esta revista, en el campo intelectual, no representa un grupo. Representa más bien un movimiento, un espíritu. En el Perú se siente desde hace algún tiempo una corriente, cada día más vigorosa y definida de renovación. A los autores de esta renovación se les llama vanguardistas, socialistas, revolucionarios, etc. La historia no los ha bautizado definitivamente todavía. Existe entre ellos algunas discrepancias formales, algunas diferencias psicológicas. Pero encima de lo que los diferencia, todos estos espíritus ponen lo que los aproxima y mancomuna: su voluntad de crear un Perú nuevo dentro de un mundo nuevo. La inteligencia, la coordinación de los más volitivos de estos elementos progresan gradualmente. El movimiento —intelectual y espiritual— adquiere poco a poco organicidad. Con la aparición de "Amauta" entra en una fase de definición.
"Amauta" ha tenido un proceso formal de gestación. No nace de súbito por determinación exclusivamente mía. Yo vine de Europa con el propósito de fundar una revista: Dolorosas vicisitudes personales no me permitieron cumplirlo. Pero este tiempo no ha transcurrido en balde. Mi esfuerzo se ha articulado con el de otros intelectuales y artistas que piensan y sienten parecidamente a mí. Hace dos años esta revista habría sido una voz un tanto personal. Ahora es la voz de un movimiento y de una generación.
El primer resultado que los escritores de "Amauta" nos proponemos obtener es el de acordarnos y conocernos mejor nosotros mismos. El trabajo de la revista nos solidariza más. Al mismo tiempo atraerá a otros buenos elementos, alejará a algunos fluctuantes y desganados que por ahora coquetean con el vanguardismo, pero que apenas éste les demande un sacrificio, se apresurarán a dejarlo. "Amauta" cribará a los hombres de la vanguardia —militantes y simpatizantes— hasta separar la paja del grano. Producirá o precipitará un fenómeno de polarización y concentración.
No hace falta declarar expresamente que Amauta no es una tribuna libre abierta a todos los vientos del espíritu. Los que fundamos esta revista no concebimos una cultura y un arte agnósticos. Nos sentimos una fuerza beligerante, polémica. No le hacemos ninguna concesión al criterio generalmente falaz de la tolerancia de las ideas. Para nosotros hay ideas buenas e ideas malas. En el prólogo de mi libro La Escena Contemporánea escribí que soy un hombre con una filiación y una fe. Lo mismo puedo decir de esta revista, que rechaza todo lo que es contrario a su ideología, así como todo lo que no traduce ideología alguna.
Para presentar Amauta están demás todas las palabras solemnes. Quiero proscribir de esta revista la retórica. Me parecen absolutamente inútiles todos los programas. El Perú es un país de rótulos y de etiquetas. Hagamos al fin alguna cosa con contenido, vale decir con espíritu. Amauta por otra parte no tiene necesidad de un programa; tiene necesidad tan sólo de un destino, de un objeto.
El título preocupará probablemente a algunos. Eso se deberá a la importancia excesiva, fundamental, que tiene entre nosotros el rótulo. No se mire en este caso a la acepción estricta de la palabra. El título no traduce sino nuestra adhesión a la raza, no refleja sino nuestro homenaje al Incaísmo. Pero específicamente la palabra Amauta adquiere con esta revista una nueva acepción. La vamos a crear otra vez.
El objeto de esta revista es el de planear, esclarecer y conocer los problemas peruanos desde puntos de vista doctrinarios y científicos. Pero consideraremos siempre el Perú dentro del panorama del mundo. Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación —políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos—. Todo lo humano es nuestro. Esta revista vinculará a los hombres nuevos del Perú, primero con los otros pueblos de América, en seguida con los de otros pueblos del mundo.
Nada más agregaré. Habrá que ser muy poco perspicaz para no darse cuenta de que al Perú le nace en este momento una revista histórica».

"Marxista convicto y confeso" como se había proclamado alguna vez, Mariátegui no se encierra, sin embargo, en su ideología y en su credo. Su espíritu está pronto a recibir toda emoción de arte y abre las páginas de Amauta a las manifestaciones de la poesía, de las letras y de las artes plásticas. Pide a José Sabogal dirigir la sección artística de la revista y en Amauta se reproducen telas, grabados y dibujos de los pintores modernos americanos y europeos, fotografías de iglesias, rincones históricos, cerámica del Antiguo Perú. Así Amauta tendrá un marcado acento, una alta jerarquía de arte.
En Amauta se publican poemas de Eguren —el puro y refinado lírico, a quien Mariátegui profesaba la más cálida admiración—, de Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, Juan José Lora, Gamaliel Churata, Magda Portal, César Alfredo Miró Quesada, Xavier Abril —no cito sino unos cuantos—. Se inicia, en torno a José Carlos Mariátegui, un rico e interesante movimiento poético. El será el animador, el guía, el piloto de esta generación florecida de ensueños y de lirismo. Después de quince años se llamará a este fenómeno poético, el movimiento Amauta.
En Amauta la fe socialista lanza su cantó vibrante de esperanza, que llega al taller, al campo, a la fábrica, a la mina, despertando inquietudes, respondiendo a muchas interrogaciones.
Amauta… Mariátegui se ha dado todo a Amauta. Escribe, corrige pruebas, dispone el material de redacción, vigila la confección de los paquetes que deben salir a provincias y al extranjero.
El presupuesto de la revista se cubría difícilmente, cuando no dejaba pérdida. Amauta no era una empresa comercial; era una obra del espíritu. Se acudía, entonces, a la generosidad de los amigos y se organizaba la quincena "Pro Amauta",
El tono y la tendencia de la revista dirigida por José Carlos Mariátegui, comenzó a suscitar temores en el régimen leguiísta. ¿Qué revista era ésa con su indio en la portada, llena de poemas modernos, de prosas extrañas, en que se defendía al indígena y al proletariado, se citaba a Marx, Lunatcharsky, Barbusse y Romain Rolland y no se alababa al Presidente del Estado Peruano y a sus colaboradores? Amauta ha llegado hasta el número nueve, pero ya no se le puede soportar; es tiempo —se piensa en las esferas gubernativas— de hacerla callar.
Había gente muy hábil —en el régimen— en inventar y urdir complots. Se tejerá la patraña de un complot comunista, en el que estarían comprometidos Mariátegui y muchos escritores. Como el estado de salud del director de Amauta es pésimo, se le dará por cárcel el Hospital Militar de San Bartolomé, donde se manda a los militares enfermos acusados de conspirar. Allí permanecerá seis días. Previamente —y éste es un incidente cómico, grotesco— se registrará su biblioteca y se apoderará la policía de muchos de sus libros, que juzga subversivos. Se manda con ese encargo a la casa de Mariátegui a un individuo llamado Vergara. Ante la mirada severa y penetrante del escritor, Vergara se pone a registrar la biblioteca. Y aquí viene lo cómico. El jefe de los investigadores de policía respeta los libros empastados —Marx, Lenin— porque cree que un volumen con pasta no puede ser instrumento de propaganda comunista. En un estante las obras de Freud —sin encuadernación— se alinean ordenadamente. Vergara sentencia: «Estos libros no tienen pasta. Son dañinos, subversivos. Hay que llevárselos».

J. C. Mariátegui, su hermano Julio César, su cuñado Modesto Antonio Cavero (militar, casado con Guillermina Mariátegui), y
el regente de la Editorial, Francisco Polanco, en la inaguración de la Editorial Minerva, el 31 de octubre de 1925. Mariátegui
se muestra consternado al enterarse del atentado criminal que terminó
con la vida de su amigo, el escritor Edwin Elmore.

Cuarenta ciudadanos, entre escritores, intelectuales y obreros, son enviados a la Isla de San Lorenzo —Jorge Basadre se encuentra en el número—, otros son deportados. Se suspende la revista y se cierran —por una semana— los talleres de la Imprenta "Minerva". Toda una serie de maniobras, dedicadas exclusivamente a la supresión de Amauta. Después de seis días de confinamiento, se manda a Mariátegui a su casa, notificándole que la policía lo vigilará constantemente.
En carta dirigida a La Prensa, Mariátegui protesta de la acusación que se le hace de conspirar. «La palabra revolución tiene —dice en esa carta— otra acepción y otro sentido».
Revolución: para José Carlos Mariátegui la revolución es un movimiento ideológico, una con-moción de los espíritus y de las conciencias y no el complot criollo preparado para apoderarse del poder y de sus prebendas.
La supresión de Amauta conmueve a la opinión americana. Amauta había alcanzado en América el valor de un vocero de libertad, de renovación, de pensamiento vivo y joven. Amauta representaba al Perú nuevo, con anhelos de incorporarse a la marcha del mundo contemporáneo. Pasados unos meses el régimen leguiísta tendrá que permitir la salida de la revista. Leguía no deseaba disgustar a los intelectuales de América —eso formaba parte de su táctica— y no le agradaba el mote de tirano o dictador. Y para su visión de gobernante circunscrita a empréstitos, construcción de cuarteles, trazo de carreteras y fiestas en el Palacio de Gobierno, ¿qué significaba la ilusión de un escritor pobre e inválido? Leguía había ofrecido a Mariátegui la dirección de un diario —los emolumentos eran pingües— y el escritor había rehusado.
¡Qué falta de sentido práctico y de espíritu comercial!, pensó el dictador que gustaba de manejar millones y de embarcar al país en ruinosas aventuras. ¡Qué vuelva a salir la revista del indio con sus raras doctrinas... ! En cualquier momento se la vuelve a cerrar y... su director, a San Bartolomé!
Amauta reaparece en Agosto de 1927. «No es ésta una resurrección —escribe Mariátegui, al reanudar sus labores de director—. Amauta no podía morir. No ha vivido tanto, dentro y fuera del Perú, como en estos meses de silencio. La hemos sentido defendida por los mejores espíritus de Hispano América».
En este mismo número se daba cuenta de la formación de la "Sociedad Editora Amauta", que descargaba, en parte, a Mariátegui de la responsabilidad económica de la publicación. Es cierto que esa sociedad no llegó a tener gran éxito, en su función, por no haberse cubierto todas las acciones y continuó la precaria existencia financiera de Amauta.
Alternaba Mariátegui sus labores en Amauta con las de director de la "Editorial Minerva". "Minerva" publica, bajo la sabia y eficiente dirección de José Carlos Mariátegui: Tempestad en los Andes, de Luis E. Valcárcel; El Nuevo Absoluto, de Mariano Iberico; La Escena Contemporánea del mismo Mariátegui; y las Poesías, de José María Eguren.
Y para completar este homenaje al grande y hondo poeta peruano, para difundir extensamente su obra rebosante de ternura y de gracia, Amauta le dedica su número 21. En la carátula de este número, una arcaica lámpara —la lámpara de una doncella de ensueño— invita al lector al viaje de la poesía egureniana.
Muchas veces vi al insigne lírico en la casa de la calle Washington, conversando con José Carlos. Entre el austero y beligerante marxista y el ensoñador de La Canción de las Figuras había una afinidad muy estrecha: su devoción por la belleza.